Robándoles secretos a los transeúntes

Vivo en un sótano. La única ventana de esta pieza en la que como, duermo y me despierto, de la que salgo, a la que vuelvo, y donde me paso a veces el tiempo mirando la pared blanca, da a un cruce entre dos calles antiguas y bastante frecuentadas, con el trasfondo de algunos vestigios romanos, a día de hoy en parte accesibles, en parte privados. El alféizar de mi ventana les llega a los tobillos a los que pasan delante de ella. El travesaño superior llegaría a la altura de las caderas de una mujer o un hombre de pequeña estatura y a las rodillas de alguien de mayor tamaño. Si transita un niño, agachado, ajorobado mirando con curiosidad una fila de hormigas, pues la ventana lo enmarca entero, como si fuera el modelo de una pintura en vivo. Mi ventana, además de zapatos, calcetines, bajos y agujetas es capaz de abarcar aquel breve instante, de pocos pasos, en el que los transeúntes pasan delante de ella. Este objeto vacío hecho para mirar, desgarra un momento y enmarca para mí las palabras y hasta las confesiones que este contiene.

Pronto, por la mañana, las confesiones de los cabros chicos a sus mamás <<No estudié historia!>>, <<Pero, hijo! ¿Y ahora?>>, contesta la mamá. El colegio está vuelta a la esquina a cuatro metros de mi ventana. Ya doblan. Nunca llego a saber cómo se acaba la historia de esos niños. La historia del que de historia no se sabía la lección.

De noche hay confesiones amorosas. Ella de vez en cuando regresa a la casa y llama a un compañero o a una compañera y le cuenta que él no es bueno pa’ na’, que se esperaba que cambiaría de idea, que anduvo cambiando durante la noche juntos, que la peli era una mierda, que él era mejor de lo que se imaginaba. Una noche él volvió a aparecer a pocos minutos de dejarla en frente del portal, le dijo que si bajaba, ella bajó con curiosidad y titubeo y él solo le devolvió una polera. Él se marchó y ella volvió a llamar a su amiga: <<Se vino por la polera no más. ¡El muy idiota!>>.

Por la tarde aparecen los que han perdido el rumbo. <<¿Por dónde era?>>, <<Oye, si el río está pa’ allá! Mira en Google Maps>>. Yo nunca me quedo enterado de donde irán a parar aquellos. Intento poner la oreja, pero se alejan rápido y siempre en la dirección opuesta a donde se ubica el lugar que van declamando en voz alta.
Lo mismo con las llamadas de teléfono, breves, truncas, de un lado solo. Traen historias de familias enteras a mi pequeño cuarto. <<Ya sabes, cuál es el problema…>>. <<Aloooo, yo no! ¿Cuál es? Diganme, oyeeee>>, eso me gustaría a mí gritarles desde mi ventana; al contrario, me quedo acá en silencio mirando otro cuento que se me desaparece.

Mis favoritos son los amigos. Los compañeros de la cancha: <<Compadre, es que yo no soy bueno en la cama y ella se cree que sí, eso es>>, <<Ya po’, pero nadie es bueno. Hay que ir intentando no más>>. <<Oye, viste qué fuerte está Andrés, yo parezco un títere>>. Los muchachos entre ellos con pocas palabras, imágenes sencillas y ásperas revelan, a oscuras, lo vergonzoso. Lo que, a no ser este un cruce de vías antiguas con pocas pequeñas ventanas que dan a los tobillos, no andarían confesando a nignuno. Qué tan quema ese fuego, qué frío se siente sin ella, sin ir a clase, con demasiada pega o sin nada que hacer. A veces no oigo respuestas concretas, sino que <<Ánimo, hermano>>. Por respeto, entonces, entorno las hojas de la ventana. Sí que tengo curiosidad, pero los cuentos de verdad, de los que se puede llegar a tocarlos, me mueven algo por dentro y me derriten.