La diferencia entre los dos es lo que nos une.
Lo que hace que yo sea yo, y tú, tú me recuerda la historia que somos y la que venimos siendo. Me recuerda que hubo un antes y que ahora ya todo se futuriza con soltura.
Nuestra historia es la del día en que te vi, y sin saber quién fueras me di cuenta de algo sencillo: no eras yo. No lo eras más que cualquier otro, más que cada cosa, más que todo. Y a la vez me atraías como una bolsa de aire y yo caía en ti. No eras yo, pero me concernías, porque mis vacío y tus plenos encajaban con mis plenos y tus vacíos.
Aquella diferencia te quedaba clara a ti también lo vi en tus ojos en ese mismo instante. Tu nombre estaba en las tertulias que se oyen sin querer detrás de un tabique, en las voces de las mamás que llaman a sus crías, en el zumbido de las abejas: y yo me lo sabía de memoria, sin pronunciarlo jamás. Se encondía en el músculo de mi lengua sin que yo lo hubiera exhalado. Lo mismo para el mío en ti.

Hasta lo que no me sé de ti me concierne, formo parte de ello porque en mi reino no hay un solo sitio en el que puedas sentarte en paz sin deslizarte, por ello tu existencia para mí es acción, no hay forma de que se me olvide que estás allí. Si mueves un paso aquende de la frontera me arrimo a ti con un brazo firme para sujetarte, porque tienes precio para mis ojos.
Sabía que no eras yo, porque veía que eras el otro. No uno cualquiera que fuera diferente, sino el peso exacto en el platillo opuesto al otro lado del fulcro.
El diseño perfecto en mi cartucho vacío.
Así fue que supe que había llegado el momento tan glorioso: las líneas coincidieron y el polvo se asentó en el suelo, mis ángulos se combinaron con los tuyos y de allí brotó un canto de días.

El futuro es para ir desempapelándolo de a poco como una caja de bonbones chistosos. Pero ahora sé que la paz y la vida no proceden del igual, del congénito, del uniforme, sino de este sistema de alianzas que no me deja retirar los ojos del perfil de tu nariz, como un ejército preparado en la frontera que nunca pierde contacto, mas que en lugar de lanzas, lo que dirige hacia ti son sus brazos abiertos.

Vivo en un sótano. La única ventana de esta pieza en la que como, duermo y me despierto, de la que salgo, a la que vuelvo, y donde me paso a veces el tiempo mirando la pared blanca, da a un cruce entre dos calles antiguas y bastante frecuentadas, con el trasfondo de algunos vestigios romanos, a día de hoy en parte accesibles, en parte privados. El alféizar de mi ventana les llega a los tobillos a los que pasan delante de ella. El travesaño superior llegaría a la altura de las caderas de una mujer o un hombre de pequeña estatura y a las rodillas de alguien de mayor tamaño. Si transita un niño, agachado, ajorobado mirando con curiosidad una fila de hormigas, pues la ventana lo enmarca entero, como si fuera el modelo de una pintura en vivo. Mi ventana, además de zapatos, calcetines, bajos y agujetas es capaz de abarcar aquel breve instante, de pocos pasos, en el que los transeúntes pasan delante de ella. Este objeto vacío hecho para mirar, desgarra un momento y enmarca para mí las palabras y hasta las confesiones que este contiene.

Pronto, por la mañana, las confesiones de los cabros chicos a sus mamás <<No estudié historia!>>, <<Pero, hijo! ¿Y ahora?>>, contesta la mamá. El colegio está vuelta a la esquina a cuatro metros de mi ventana. Ya doblan. Nunca llego a saber cómo se acaba la historia de esos niños. La historia del que de historia no se sabía la lección.

De noche hay confesiones amorosas. Ella de vez en cuando regresa a la casa y llama a un compañero o a una compañera y le cuenta que él no es bueno pa’ na’, que se esperaba que cambiaría de idea, que anduvo cambiando durante la noche juntos, que la peli era una mierda, que él era mejor de lo que se imaginaba. Una noche él volvió a aparecer a pocos minutos de dejarla en frente del portal, le dijo que si bajaba, ella bajó con curiosidad y titubeo y él solo le devolvió una polera. Él se marchó y ella volvió a llamar a su amiga: <<Se vino por la polera no más. ¡El muy idiota!>>.

Por la tarde aparecen los que han perdido el rumbo. <<¿Por dónde era?>>, <<Oye, si el río está pa’ allá! Mira en Google Maps>>. Yo nunca me quedo enterado de donde irán a parar aquellos. Intento poner la oreja, pero se alejan rápido y siempre en la dirección opuesta a donde se ubica el lugar que van declamando en voz alta.
Lo mismo con las llamadas de teléfono, breves, truncas, de un lado solo. Traen historias de familias enteras a mi pequeño cuarto. <<Ya sabes, cuál es el problema…>>. <<Aloooo, yo no! ¿Cuál es? Diganme, oyeeee>>, eso me gustaría a mí gritarles desde mi ventana; al contrario, me quedo acá en silencio mirando otro cuento que se me desaparece.

Mis favoritos son los amigos. Los compañeros de la cancha: <<Compadre, es que yo no soy bueno en la cama y ella se cree que sí, eso es>>, <<Ya po’, pero nadie es bueno. Hay que ir intentando no más>>. <<Oye, viste qué fuerte está Andrés, yo parezco un títere>>. Los muchachos entre ellos con pocas palabras, imágenes sencillas y ásperas revelan, a oscuras, lo vergonzoso. Lo que, a no ser este un cruce de vías antiguas con pocas pequeñas ventanas que dan a los tobillos, no andarían confesando a nignuno. Qué tan quema ese fuego, qué frío se siente sin ella, sin ir a clase, con demasiada pega o sin nada que hacer. A veces no oigo respuestas concretas, sino que <<Ánimo, hermano>>. Por respeto, entonces, entorno las hojas de la ventana. Sí que tengo curiosidad, pero los cuentos de verdad, de los que se puede llegar a tocarlos, me mueven algo por dentro y me derriten.

En la caravana de lo bueno y correcto avanzan en desfile paciente ciertos carros y van ganando un metro tras el oltro, un día, una hora. Todo se mueve al mismo compás, con la mirada afincada en el más allá. Las pupilas se saturan de futuro: dejan espacio a lo que será. Si la mirada se echa para un lado, allí es donde se halla el desierto del tiempo que rodea la calzada, seca e infinita, desierta pero acogedora a la vez.
Al lado de la caravana, de vez en cuando, se forma un andurrial, una fila finita de maquinarios lentos y esporádicos, nunca apretados pero bien atadosel uno al otro por medio de sogas consumidas y amarres improvisados, prevenidos para emprender caminos diversos pero en un terreno común, amplio y movedizo como el agua.
Es así como ve el justo la distracción, como el otro camino, el que no tiene nada más que presente para vivir. El camino sin fin, sin finalidad, que rápido nace y rápido se muere. La senda para emprender con un pie, no más; mientras el otro acomoda en el camino mayor. Un sendero que se ha de tomar sin olvidarse de donde corren los artilugios de mayor porte.

Es más, de mirarla bien la gran caravana, seria, compuesta, decorosa y hambrienta de futuro no se mueve en camino trazado, remueve la arena y tira para adelante, busca de señas sin verlas, oye voces que nadie levanta. Una expedición sin sino es un tiro al vacío, un cohete más que un soplo de vida. Así es que se levanta desde debajo de la capa de arena la calzada del camino de la distracción, menospreciado, odiado, maltratado y tachado de inútil. Se sacude de los hombros el apodo y se presenta, se descubre, se alienta.

Tal como los ojos, las manos, los pies, dos pueden ser los caminos: el del gran trabajo del vivir y, el otro, la distracción. Aun sabiendo que el trayecto es uno, el tren viaja en dos rieles, para sustentarse con certeza. Non es algo que hay que evitar, no daña. Se la puede abrazar, con conciencia de lo que vale. Distraerse nos hace más livianos encima de la calle que pisamos, de lo que pesaríamos en una única rueda, una única pierna, una única pata. Distrerse es dividir la pena en dos, moverla del maletón a una mochila haraposa, esconderla un momento y descansar los ojos de la luz refulgente del sol. No tenerle miedo a la distracción permite aliviar el peso de los párpados y acerca una nueva fragancia a la nariz; un olor para seguir para acurrucarse en su entrañas y luego volver al timón, a la pala, al torno. Compuestos. Serios. Pero renovados.